Feria de verano
- mariomaymo
- 30 nov 2019
- 2 Min. de lectura
Una suave brisa nocturna acaricia mi rostro y susurra a mi oído mil promesas de aventura.
Como cada año la feria ha regresado a nuestro condado y esta cálida noche de verano abre sus puertas a los sombríos habitantes del pueblo que, por unos días, se metamorfosean de nuevo en aquellos niños que fueron una vez.
Sentado en un banco percibo el aroma de las tibias palomitas de maíz y del aceite requemado en el que alguien está friendo las salchichas con que después se prepararán los grasientos perritos calientes. Todos estos olores se fusionan con el de la sal del mar que baña nuestra costa creando esa impronta única que tan familiar nos resulta a quienes formamos parte de esta representación colectiva año tras año.

Arranco pequeños pedacitos del dulce algodón de azúcar que sostengo en la mano y me los introduzco en la boca, donde se funden como copos de nieve al sol evocando en mí
recuerdos de una infancia perdida en el olvido de mi memoria.
La música del carrusel que gira incesantemente inunda mis oídos y se une a los gritos de los niños que descienden, atados a sus asientos, las vertiginosas pendientes de la gran montaña rusa. Las ruedas de los vagones retruenan y completan una cacofonía que se complementa con el vocerío de los empleados de las barracas que prometen premios inimaginables.
Cierro los ojos y escucho más allá del superficial bullicio. Ahora puedo oír los sonidos de otro universo más profundo. Escucho el romper de las olas sobre la blanca arena de la playa, las voces de los padres que intentan tranquilizar a unas criaturas rebosantes de emoción, las promesas de amor y los besos de los jóvenes amantes.
Se trata de dos mundos que conviven de forma simultánea: uno es fantástico y efímero, el otro real y eterno.
Me levanto y camino hacia el corazón de la feria donde, por lo menos durante un rato, seré otra vez un niño.
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