top of page

Ausencia

Estoy parado frente al portal de mi escalera, el lugar en el que he vivido los últimos cuarenta años. Rebusco en mis bolsillos hasta dar con el manojo de llaves cuyo destino está unido desde hace tiempo a un llavero que tiene adosado el escudo metálico de mi equipo de fútbol preferido.

Tras extraerlas identifico la que corresponde a la puerta de acceso al edificio. Se trata de un antiguo portón de la época del modernismo barcelonés. Su forjado con adornos de hierro hace de ella, a mi avanzada edad, un pesado aunque bello lastre con el que debo que lidiar cada vez que quiero cruzar el zaguán.


Una vez dentro de la finca me dirijo lentamente hacia el viejo ascensor, un artilugio que tiene tantos años como el resto de la construcción, y que si aún continúa operativo es porque ha sufrido tantos cambios y reparaciones que poco tiene ya que ver con sus verdaderos orígenes.

Pulso el botón de mi piso y espero mientras el ascensor asciende, entre crujidos y lamentos, hasta la cuarta planta. Cuando se detiene dando un pequeño salto, salgo de su interior, cierro las puertas y me planto ante la entrada de mi vivienda.


Examino de nuevo las llaves que aún sostengo en la mano y tras seleccionar la correcta la introduzco en la cerradura, la hago girar y penetro en el interior de mi domicilio.


El teléfono suena con estrépito arrancándome de la lectura de mi libro. Me levanto y lo descuelgo. Escucho lo que me dicen desde el otro lado de la línea. Al principio no lo entiendo.

Un coche a demasiada velocidad. Un semáforo en rojo ignorado. Neumáticos que chirrían. Un golpe. Mi esposa. Salgo de casa dejando el auricular colgando de su cable. No encuentro ningún taxi. ¿Dónde están cuando los necesitas?


El recibidor en que me encuentro conserva aún ese cierto regusto señorial que desprenden las antiguas fincas regias de esta zona de la ciudad. Un regusto que no le puede ser arrebatado de ninguna forma por un mobiliario y una decoración mucho más contemporáneos. Cuelgo el abrigo en el perchero que hay junto a la entrada. Estamos el pleno invierno y la temperatura en la casa es bastante baja, así que me dirijo al dormitorio y extraigo mi vieja bata de felpa. Me la coloco y me arrebujo en ella con la esperanza de conservar lo mejor posible el calor corporal.

Atravieso el pasillo y entro en la cocina. Esta estancia ha sufrido a lo largo de todos estos años tantas modificaciones estéticas que le da a uno la impresión de estar penetrando en un edificio diferente.


En algún momento llego al hospital. Está lleno de gente por todas partes y no sé a dónde dirigirme. Finalmente diviso un letrero que dice “Información”. Pregunto por ella. Un momento después aparece un médico. Su expresión me lo dice todo antes de que empiece a hablar.

Paso la noche en blanco. Amigos y familiares, algunos con lágrimas en sus ojos, desfilan ante mí murmurando palabras que no escucho.


Saco un cazo de hojalata, le echo algo de agua del grifo y lo pongo a calentar en el fuego de la encimera. Mientras espero a que empiece la ebullición, preparo una bolsa de té verde que deposito en la taza que extraigo del armario superior. Contemplo pensativo la superficie del agua que empieza ya a ondularse con la aparición de las primeras burbujas. Cierro los ojos durante lo que me parece un instante pero que en realidad debe ser bastante más, porque me saca de mi ensimismamiento el sonido del líquido rebosando el borde de puchero y derramándose sobre la llama de gas.


Apago el fuego, vierto el agua en la taza y con ella en la mano me desplazo hasta el salón, donde me dejo caer con pesadez en el mullido sillón tapizado en verde. Hace tanto tiempo que me siento en él que nos adaptamos uno al otro de tal forma que podríamos decir que somos una única entidad.


Mientras sacudo ligeramente la bolsa de té con la cucharilla mi vista vaga por la estancia. Todos y cada uno de los componentes del salón, desde los muebles hasta el más insignificante de los adornos, evocan en mí historias de tiempos pasados.


Un nuevo amanecer. Frente al ataúd negro alguien recita un texto mil veces repetido en otras tantas ceremonias como esta.


El cementerio. Hace frío cuando la introducen en el nicho que será a partir de ahora su hogar. Todo acaba. La gente se dispersa. Yo, sólo por primera vez en cuarenta años, regreso la casa vacía que me está esperando ignorante de mi tragedia.


La luz del frío sol de invierno que penetra por los grandes ventanales cobra nuevos matices al atravesar los visillos y crea esa ambientación especial con la que estoy ya tan familiarizado.

En este momento, mientras permanezco aquí sentado en soledad, sé que algo acaba o que algo empieza. No sabría discernir cuál de las dos cosas está ocurriendo. Lo que sí sé a ciencia cierta es que a partir de hoy todo será diferente.


 
 
 

Commentaires


¡ SÍGUEME ! 

  • Facebook Social Icon
  • Twitter Social Icon
  • YouTube Social  Icon

© 2023 por Samanta Jones. Creado coh Wix.com

bottom of page